Palacio de Linares, Madrid. El candelabro de cristal tembló cuando Carlos Mendoza, magnate inmobiliario de 5,000 millones, gritó contra la sirvienta que osaba hablar con sus gemelas de 9 años. Pero cuando Isabel Herrera se quitó la cofia de servicio, el cabello negro cayó sobre sus hombros y pronunció las palabras que helaron la sangre del millonario. Era la esposa que él creía muerta desde hacía 8 años, regresada para recuperar a sus hijas. Las niñas la miraban reconociendo la voz de sus sueños.
En 24 horas el imperio Mendoza se derrumbaría, construido como estaba sobre la sangre de una mujer que fingió la muerte para sobrevivir. Esta es la historia de la venganza más fría jamás servida, de una madre que volvió del más allá para reclamar lo que era suyo. La mansión de 30 millones en la moraleja respiraba opulencia y terror a partes iguales. Cada mañana a las 11 Carlos Mendoza bebía su tercer whisky del día. mientras vigilaba al personal como un halcón.
Las reglas estaban grabadas en piedra como los suelos de mármol. Nadie hablaba con las gemelas Carmen y Lucía. Nadie las tocaba, nadie existía para ellas, salvo como sombra silenciosa. Isabel Herrera había comenzado a trabajar en la mansión tres semanas antes, perfecta en el anonimato de su uniforme negro con delantal blanco. Nadie sospechaba que bajo la cofia de sirvienta se escondía una licenciatura en derecho, ni que las manos que limpiaban los muebles antiguos habían firmado contratos millonarios, mucho menos que aquella mujer silenciosa fuera el fantasma que atormentaba los sueños de Carlos Mendoza desde hacía 8 años.

Aquel martes de noviembre, el destino puso en marcha los engranajes de la venganza. Las gemelas estaban sentadas en el sofá dorado del salón principal, idénticas en sus vestidos azul marino de colegio privado. Cuando Isabel pasó limpiando, Lucía, la más valiente de las dos, le pidió agua, un gesto inocente que desató el infierno. Carlos materializó desde su despacho como un depredador herido. Su grito hizo vibrar los cristales del candelabro del siglo XVII mientras cruzaba el salón con pasos que prometían violencia.
Todavía era un hombre atractivo a los 45 años, pero la belleza estaba corroída por el alcohol, la cocaína y el peso de crímenes nunca confesados. Sus ojos grises, antes seductores, ahora ardían de paranoia y rabia. La escena que siguió quedaría grabada en la memoria de las niñas para siempre. El padre gritando, el rostro rojo de ira, las venas del cuello hinchadas, la sirvienta que permanecía inmóvil, calmada como la superficie de un lago que esconde corrientes mortales. Y luego el momento en que todo cambió, Isabel se quitó lentamente la cofia, dejando caer el cabello negro que Carlos había acariciado mil veces, que había agarrado mientras la empujaba desde el acantilado de Santander, 8 años antes.
giró hacia él con esa gracia que ni años de sufrimiento habían podido borrar. Sus ojos marrones encontraron los grises de él y el tiempo se detuvo. La copa de cristal que Carlos sostenía cayó rompiéndose en mil pedazos que reflejaban la luz como estrellas moribundas. Su rostro pasó del rojo de la rabia al blanco cadavérico del terror en un latido. Los labios se movieron sin emitir sonido, formando un nombre que no había pronunciado en 8 años. Isabel. Las niñas observaban paralizadas a esta mujer que parecía salida directamente de sus sueños recurrentes.