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Aquella mañana, el café de la esquina rebosaba del bullicio habitual.
Platos chocando, cucharas revolviendo café y conversaciones cruzadas entre mesas.
Rosa, la mesera de siempre, con una sonrisa genuina y una energía serena, caminaba entre las mesas con un plato de espaguetis en la mano.
Se lo entregó con respeto a un anciano que llevaba una gorra militar gastada.
“Aquí tiene, señor, la casa invita”, dijo con una voz suave pero firme.
El hombre levantó la mirada sorprendido y murmuró conmovido:
“Gracias, hija, no sabía cómo iba a pagar esto hoy.”
Desde el fondo del local, un hombre de traje se levantó de golpe.
Era Richard, el nuevo gerente general del lugar, un tipo joven y arrogante que había llegado hacía apenas unas semanas con la promesa de modernizar y eficientizar el negocio.
Caminó directo hacia Rosa con paso furioso, sin importarle las miradas de los clientes.
“¿Qué demonios crees que estás haciendo?” le gritó.