Era un mediodía otoñal. El sol dorado se filtraba entre los árboles que bordeaban las calles de un pequeño pueblo mexicano, mientras a lo lejos resonaba la alegre música de boda, mezclada con el sonido de fuegos artificiales y tambores que marcaban un ritmo festivo.
La caravana nupcial, compuesta por casi una decena de autos, avanzaba lentamente por la carretera rumbo al centro de la ciudad. El coche principal, adornado con rosas rojas y un letrero en el cofre que decía “Felicidad eterna”, transportaba al novio —elegante en un traje negro— y a la novia, radiante en su vestido blanco impecable, con una sonrisa iluminada por un toque de nerviosismo. Los vecinos se detenían a su paso para sonreír y dar sus bendiciones; algunos niños arrojaban pétalos de papel sobre el camino. Nadie sospechaba que, en cuestión de minutos, aquella alegría se rompería en mil pedazos por una verdad espantosa.
A menos de cien metros de la caravana, una patrulla apareció de repente, con la sirena a todo volumen, cruzándose en la calle para bloquear el paso. De ella descendió un grupo de policías uniformados, encabezados por una joven teniente de complexión pequeña pero mirada fría y decidida. Levantó la mano, ordenando detener toda la caravana.
La música de boda se apagó de golpe, sustituida por murmullos sorprendidos. La novia abrió los ojos de par en par sin entender lo que pasaba, mientras el novio mostró un instante de nerviosismo que intentó ocultar con una sonrisa forzada.
La teniente se acercó directamente a la puerta del auto principal, tocó la ventanilla y, cuando esta se abrió, habló con voz clara y firme:
—Señor Alejandro Torres, le solicitamos que baje del vehículo. Tenemos una orden de arresto.
Sus palabras cayeron como un rayo. La novia, pálida como el papel, tartamudeó:
—¿Qué… qué está pasando? Hoy es nuestra boda…