Slavik se acercó, el corazón latiendo con fuerza. Miró por la ventana y, al principio

El calor de la mañana abrazaba la ciudad de Novorossiysk con una pesadez insoportable. Las calles se mantenían quietas, como si todo estuviera sumido en un sopor eterno. El sol no iluminaba; lo devoraba todo, abrasando el aire hasta convertirlo en un muro impenetrable. Los edificios se difuminaban en una especie de niebla cálida, y el viento, por más que intentaba moverse, no lograba ni despeinar el polvo en el suelo.

Slavik Belov, un joven de dieciséis años, corría por las calles casi desiertas. Había tenido un día de esos en los que la rutina parecía atropellarlo, y aunque se dirigía a su tutor particular, el último de sus pensamientos era llegar a tiempo. Sabía que Viktor Alexeievich le haría un reproche por su retraso, pero hoy, por alguna razón, las preocupaciones se desvanecían detrás de la calidez del sol.

A medida que avanzaba, la ciudad a su alrededor parecía envuelta en una pereza veraniega, un letargo que hacía que cada paso se sintiera más largo que el anterior. Fue entonces cuando escuchó el llanto.

No era el llanto común de un niño jugando o pidiendo la atención de su madre. Era un grito débil, como un susurro quebrado por el dolor y la desesperación. Slavik, que había aprendido a ignorar el ruido de la ciudad, no pudo dejarlo pasar. La curiosidad lo llevó a detenerse y, luego, a volverse hacia una esquina donde una vieja tienda abandonada marcaba el borde de una calle olvidada.

A la sombra de un árbol seco, encontró un coche estacionado. La pintura del vehículo estaba desgastada, y sus ventanas, empañadas por el calor, no dejaban ver nada en su interior. Pero el llanto, cada vez más audible, venía de allí.

Slavik se acercó, el corazón latiendo con fuerza. Miró por la ventana y, al principio, no vio nada. Pero luego, en la penumbra del habitáculo, la figura de una niña pequeña apareció, su cara roja por el calor, sus labios agrietados y su cuerpo inerte. La escena era tan desgarradora que Slavik sintió que se le helaba la sangre.

“¡Dios mío!”, murmuró, su voz quebrada por el miedo.

Trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada. Rodeó el coche, buscando otra forma de acceso, pero todo parecía cerrado, sellado. Desesperado, gritó pidiendo ayuda, pero las calles vacías no respondían. La niña seguía allí, pequeña y vulnerable, ajena al mundo exterior, atrapada bajo el sol abrasador.

“¡Oigan! ¡Alguien, por favor!”, gritó con más fuerza, pero la ciudad permaneció muda ante su súplica. En su mente, las palabras de precaución comenzaron a dar vueltas: «No es asunto tuyo», «Llama a la policía», «¿Y si te metes en problemas?». Sin embargo, al mirar a la niña, a su mirada vacía y débil, supo que no podía dar la vuelta.

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