Años después del divorcio, él regresó para burlarse de ella, pero la encontró con trillizos y un jet privadoEl aire estaba cargado de tensión en la sala de estar. Laura se mantenía rígida en el borde del sofá de cuero crema, sus dedos recorriendo sin prisa el borde de la taza de té que no había tocado. Frente a ella, Curtis se encontraba erguido, completamente indiferente. “He firmado todo. El abogado te enviará el aviso final el lunes”, dijo, con la voz impersonal, como si las palabras no tuvieran el menor valor emocional.
Su maleta estaba lista junto a la puerta, como si los doce años de matrimonio que compartieron fueran solo un paréntesis temporal en la vida de ambos. Laura no respondía. No podía. Durante semanas, había ensayado mil veces lo que diría si este momento llegaba. Pero ahora que estaba allí, lo único que podía hacer era observar al hombre que alguna vez había sido su futuro.
Curtis dio un paso hacia la puerta, sin mirar atrás. “No íbamos a ningún lado, Laura. Sin hijos, sin chispa. No puedo seguir esperando algo que nunca sucederá.” Sus palabras fueron una bofetada en el rostro, pero Laura se obligó a no reaccionar, a no dejar que su rostro revelara lo que sentía. “Lo intenté, Curtis”, susurró, su voz casi ahogada por el dolor.
“Yo también lo quería”, respondió él sin ni siquiera detenerse, pero ya había abierto la puerta. Afuera, un convertible rojo esperaba, y en el asiento del pasajero estaba Carol, la chica de la oficina, siempre elegante, con tacones altos y labios rojos, y sin historia alguna con él. Laura se levantó y observó en silencio cómo él metía la maleta en el maletero, le daba un breve beso a Carol y se alejaba sin mirarla ni una sola vez.
El sonido del motor se desvaneció rápidamente, pero el eco del abandono persistió, llenando cada rincón de la casa. Laura caminó hasta la mesa, miró los papeles del divorcio y vio su firma junto a la de él. Una unión reducida a tinta y lenguaje legal. La vida que construyeron se había disuelto en un suspiro, y lo único que él dejó atrás fue una muestra de esperma, algo que había aceptado guardar a regañadientes, bajo su insistencia. Ella no lo sabía aún, pero esa muestra olvidada, rechazada y legalmente suya, un día cambiaría su destino.
La oficina del doctor olía a antiseptico y a un extraño aroma de lavanda. Estaba sentada rígida frente al Dr. Evans, con las manos entrelazadas en su regazo. Sus palabras fueron claras, ensayadas, pero el peso de ellas fue como un golpe. “Me temo que tus posibilidades de concepción natural siguen siendo extremadamente bajas, Laura”, dijo, deslizando suavemente una carpeta hacia ella. “Tus niveles de AMH han disminuido aún más desde el año pasado.”