Vanessa observaba desde la ventana del restaurante Bellagio con una mezcla de calma y tristeza. El sol se estaba ocultando tras las montañas, tiñendo el horizonte de naranja, pero ella apenas percibía el espectáculo. Su atención estaba fija en la mesa al otro lado del salón, donde su marido, Daniel, disfrutaba de una cena tan familiar y relajada con Isabelle, una mujer de aspecto joven y encantador.
Durante años, Vanessa había guardado la esperanza de que su matrimonio se recuperaría, que las diferencias entre ellos desaparecerían con el tiempo, pero cada excusa de Daniel para evitar estar con ella solo la alejaba más de la idea de la reconciliación. Y ahora, aquí estaba él, riendo y charlando con Isabelle como si nada hubiera pasado. Había estado viniendo a este mismo restaurante con ella, sin falta, cada vez que Vanessa lo sugería, pero siempre encontraba una excusa para rechazarla.
“Qué ironía”, pensó Vanessa. “Qué coincidencia tan asombrosa…”.
Nunca pensó que su vida llegaría a este punto. Había sido la mujer que siempre daba, que siempre cedía, siempre esperando que la gratitud y el amor de su marido fueran suficientes para salvarlo todo. Pero hoy, al verlos juntos, entendió que había algo más importante que el amor: la dignidad propia.
Cuando el camarero se acercó a su mesa, Vanessa lo miró con serenidad y le pidió la cuenta de la mesa de Daniel. Quería hacer un regalo, uno muy especial.
— Sí, tráigame la cuenta de esa mesa. Quiero hacerle un regalo.
El camarero la miró confundido, pero Vanessa, con una calma que sorprendió incluso a ella misma, le explicó que pagaría por la cena de la mesa en la que estaba su esposo. No quería causar un escándalo, solo dejar en claro que ya no tenía miedo. Su mente ya estaba decidida.
Sacó la tarjeta de crédito que Isabelle le había dado en su último cumpleaños, la misma que le había dicho que usara para mimarse a sí misma. Vanessa sonrió. Irónicamente, ahora la estaba utilizando para algo mucho más significativo: su futuro.