El esposo obligó a su esposa a abortar al bebé para poder estar más libre con su amante. Pero ella eligió dejarlo todo, huyó a Cebú y en secreto dio a luz a gemelas. Siete años después, regresó con sus hijas para que su exmarido sintiera el castigo en cada paso.

“Quiero que abortes al bebé. Solo es un estorbo para mi verdadera felicidad. Lo entiendes, ¿verdad?”

Aquellas palabras de Adrián, el hombre con quien Marites había estado cinco años, fueron como un rayo que cortó el último hilo de confianza. Ella y el bebé en su vientre fueron tratados como simples inconvenientes.

Era una noche lluviosa en Tagaytay. Marites estaba sentada en el piso frío, abrazando su vientre que poco a poco se redondeaba. En la sala, Adrián hablaba en voz baja con una mujer que no hacía falta adivinar quién era. Ya no tenía fuerzas para preguntar: todo estaba claro.

Había sacrificado todo: renunció a su trabajo, ayudó a Adrián a levantar un restaurante en Tagaytay, se humilló. Pero cuando el negocio tuvo éxito, las primeras palabras que escuchó fueron: “Ya no te amo.”

Al principio pensó que soportaría. Por el bebé. Pero cuando Adrián tiró la ecografía y, con frialdad, dijo: “Hazlo, yo pago todo,” supo que no había nada a lo que volver.

En silencio guardó la poca ropa y el dinero que había ahorrado en una mochila. Antes de salir, miró la foto de bodas en la pared y susurró: “No volveré a llorar.”

Tomó un autobús rumbo a Cebú: una ciudad lo suficientemente grande para esconderse, lo bastante lejana para que nunca se volvieran a ver, y lo suficientemente tranquila para empezar de nuevo.

Al llegar, tenía cinco meses de embarazo. Sin casa, sin familia, sin trabajo… solo con el ardiente deseo de vivir por su hija.

Consiguió empleo como mesera en una carindería cerca del muelle. La dueña, doña Pilar, sintió compasión por ella y le dio alojamiento en un pequeño cuarto detrás de la cocina. “Así es la vida de una mujer, a veces tienes que ser más valiente de lo que imaginas,” solía decirle.

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