Fernando y yo llevábamos casados cinco años. Al principio, éramos tan felices como cualquier otra pareja, soñando con un hogar lleno de risas de niños. Pero pasaron los años, la casa permaneció en silencio, sin el llanto de un bebé. Buscamos tratamiento por todas partes, desde grandes hospitales hasta curanderos, pero todos nuestros esfuerzos fueron en vano. Ella se fue encerrando en sí misma, mientras yo perdía la paciencia. El amor que alguna vez fue apasionado se convirtió en discusiones y largos silencios.
Entonces conocí a Sofía, una chica joven y radiante, y lo más importante, estaba embarazada. Sofía dijo que era un niño, el hijo que tanto anhelaba. Me sentí salvado, como si la vida me estuviera dando una nueva oportunidad. Decidí divorciarme de mi esposa. Cuando le dije mi decisión, ella no lloró ni me culpó. Simplemente firmó los papeles en silencio, con una mirada triste pero decidida. Me fui, creyendo que estaba comenzando un nuevo y mejor capítulo en mi vida.
El tiempo pasó, y Sofía y yo nos preparábamos para la llegada de nuestro bebé. Pero un día, recibí la noticia de que mi exesposa había sido hospitalizada con una enfermedad grave. A pesar de que ya no estábamos juntos, mi corazón se sintió inquieto. Decidí visitarla. Cuando entré a la habitación, me quedé sin aliento. Estaba muy delgada, sus ojos, que alguna vez fueron brillantes, ahora estaban hundidos, pero una débil sonrisa se formó en sus labios cuando me vio.